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UNAMUNO Y LA POLÍTICA

20

octubre

UNAMUNO Y LA POLÍTICA.

DE LA PLUMA A LA PALABRA

Unamuno nunca fue un político en el sentido literal de la palabra, pues se pasó la vida
negándose a dejarse encasillar en cualquier «partido» para permanecer «entero». En cambio,
se casó desde la adolescencia con la Historia de España, sea como observador más intratable
que benevolente, sea como «agitador de espíritus», incluso como guía y actor.
La elección deliberada de un hilo biográfico tiende a destacar la gran coherencia del
ideario político de Miguel de Unamuno con sus inevitables evoluciones, errores, vacilaciones
y aparentes contradicciones, desde las vivencias imborrables del sitio de Bilbao en 1874 que
«despiertan su conciencia civil» hasta las horas trágicas de diciembre de 1936. A lo largo de
los años se dibuja el perfil de un escritor polifacético, íntimamente persuadido de su misión de
remediar los males de su patria pero también deseoso de traspasar las fronteras de España.
Durante los años pasados entre Bilbao y Madrid (1879-1890), el joven se interesa
pronto por el vascuence, al que dedica su tesis y estudia las costumbres de su tierra en varios
artículos publicados en la prensa local. Es la época de las primeras polémicas, cuando
cuestiona la vigencia del idioma vasco.

 

 

En 1891 obtiene la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca y participa
activamente en los debates político-religiosos que agitan la ciudad del Tormes sin abandonar
su Bilbao natal en plena transformación. En 1894 se adhiere al Partido Socialista Obrero
Español y en 1898, con la guerra de Cuba, emerge en el paisaje político de su país por sus
posturas anticolonialistas.
Entre 1900 y 1914, el cargo de rector de la Universidad de Salamanca, que ocupa
hasta su destitución, le da fama y visibilidad, incluso en Hispanoamérica, cuya cultura
descubre y celebra. Desde la tribuna del rectorado, el escritor y periodista se convierte en un
«predicador» que quiere despertar a sus conciudadanos con sus «sermones laicos», poniendo
en tela de juicio el papel de la Iglesia; también critica duramente a los terratenientes del
campo charro en unas sonadas campañas agrarias. Además, empieza a oponerse firmemente al
Ejército y a la Monarquía en la persona de Alfonso XIII.

 

 

Durante la Gran Guerra su postura de aliadófilo lo aleja irremediablemente del
monarca pero aumenta su prestigio, tanto en Francia como en Italia. Sufre cada vez más la
censura y, en 1920, tras su condena a 16 años de prisión mayor por injurias a la Monarquía,
se organiza una campaña internacional de apoyo por parte de la masonería, de la Liga de los
Derechos del Hombre y de numerosos intelectuales europeos y latinoamericanos. En
septiembre de 1923, el manifiesto de Miguel Primo de Rivera que inaugura la Dictadura
constituye un nuevo giro en su vida: refuerza su condición de oponente al régimen.
Entre 1924 y principios de 1930, el confinamiento en Canarias y los largos años del
autoexilio en Francia convierten a Unamuno en la figura emblemática de la oposición liberal a
la Dictadura y a la Monarquía a través de revistas clandestinas y de la poesía que se convierte
en una poderosa arma de combate. En París y luego en Hendaya, su actividad es intensa:
conspira contra la Dictadura, participa en varios mítines, lucha contra un segundo exilio al
norte de Francia y no vacila en alzarse contra el fascismo, provocando la ira de Mussolini.

Después de una vuelta triunfal a España en febrero de 1930, participa en la
instauración de la República y es diputado en las Cortes; pero pronto se siente defraudado y
disconforme con la política emprendida y echa de menos el liberalismo de su niñez. No sale
elegido en 1933 y aunque es nombrado Ciudadano de Honor de la República se aparta de la
vida publica, sobre todo cuando se acentúa un clima insurreccional de violencia y de odio a
partir de la llegada al poder del Frente Popular en febrero de 1936.

 

 

Los seis meses de la Guerra Civil —también los últimos de su vida— dejan constancia
de la desesperanza y soledad de un hombre, pronto impotente ante el torbellino de violencia y
resentimiento que agita a sus compatriotas. Después de un momentáneo apoyo a los
sublevados, se alza en contra de un nacionalismo excluyente durante la sonada celebración del
12 de octubre. El «desterrado en su propia tierra» definitivamente desposeído de la palabra,
acude a su pluma para expresar en El resentimiento trágico de la vida su dolor, sus
remordimientos y su convicción de que «los hotros» —los rebeldes— son peores que «los
Hunos» —los marxistas―. También presagia que no habrá paz sino victoria de los
sublevados pero afirma en sus últimos escritos que «hay que renunciar a la venganza».

Colette y Jean-Claude Rabaté
Comisarios de la exposición

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