26 de abril – 24 de septiembre de 2023
Centro Internacional del Español. Universidad de Salamanca
Plaza de los Bandos
Horario:
Lunes a viernes de 12:00 a 14:00h y de 17:30 a 20:30h
En los años inmediatamente anteriores a la muerte del general Franco y, más concretamente, tras el asesinato del almirante Carrero Blanco, se va a producir el inicio de un largo proceso de gradual concienciación democrática, de dinamización progresista
y, en definitiva, de demandas de modernización de las instituciones públicas y de las formas de vida cotidiana. A partir de este momento, la evolución de la política española va a ser constante hasta la consolidación de la democracia plena.
Lógicamente van a ser muchos los problemas con los que se va a encontrar esta naciente democracia debido, principalmente, a la dificultad de encauzar las distintas corrientes ideológicas hacia un fin común.
Por un lado, la resistencia por parte de los más acérrimos seguidores del régimen franquista a mover el más mínimo elemento de la situación establecida; por otro, la obcecación de los grupos ideológicos de la extrema izquierda, violenta o no, por acceder rápidamente a una nueva situación, rompiendo bruscamente con todo lo anterior. Entre ambos grupos, existía una serie de fuerzas políticas que constituían una escala ideológica que abarcaba desde elementos que habían servido al régimen franquista, y que apoyaban cierta evolución del sistema, hasta la llamada oposición democrática, que incluía al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y al Partido Comunista de España (PCE).
A pesar de que estos grupos tuvieran ideologías y puntos de vista opuestos, e incluso se mostraran algo reticentes en un principio, se vieron abocados al entendimiento como única vía para salvar al país de la situación de tensa espera en que se encontraba. De hecho, a ellos se dirigió, más tarde, la inmensa mayoría del sufragio de los españoles; los más extremistas, prácticamente en su totalidad, quedaron fuera del arco parlamentario.
A medida que se sucedían los acontecimientos políticos, fue surgiendo un vocabulario ad hoc, nacido de la necesidad de nombrar las nuevas situaciones que se producen en la realidad política de España. El lenguaje se convierte en la herramienta principal del cambio político. La moderación en el lenguaje traduce la necesidad y el convencimiento de los grupos políticos de limar asperezas, de la búsqueda de la concordia y la reconciliación que impidan despertar las iras de las facciones del ejército y de aquella parte de la sociedad civil proclive a una vuelta a la ortodoxia franquista.
La delicadeza del vocabulario será realmente exquisita, sobre todo en los primeros momentos. Palabras gratificantes, tranquilizadoras, de contenido moderado y pacífico se harán protagonistas de los primeros pasos de la Transición; concordia, convivencia, tolerancia, entendimiento, reconciliación, en definitiva, reforma política avalada desde la legalidad y que evita términos como ruptura o revolución. Esta actitud en el uso del lenguaje se convertirá sin duda en una de las principales armas para llegar a la consecución de la democracia.
El consenso como apaciguador de estridencias en todos los sentidos y el predominio claro de lo estrictamente político sobre lo social –como suele ser norma en los primeros momentos de cambio– ayudarán a esta moderación en el uso de un lenguaje en el que el enemigo político se convierte en simple adversario político; la derecha recibe apelativos tan amables por parte de la izquierda como civilizada o razonable y, en la izquierda, el PSOE abandona la práctica y la terminología marxista de lucha de clases entre proletarios y obreros contra capitalistas –términos que casi desaparecen del vocabulario político, relegados en su uso a pequeños grupos extraparlamentarios–, y el PCE, en fin, que convertido al eurocomunismo toma decisiones tan importantes como la de colocar en sus mítines la bandera bicolor y, en lo lingüístico, nada menos que la de usar la palabra España con todo lo que ello implicaba.
Por esa necesidad de moderación, la liquidación del Movimiento y del régimen franquista se presentará bajo un ropaje lingüístico, no solo no excesivamente llamativo, sino claramente encubridor. La Ley para la Reforma Política era, en realidad, la ley para la democracia y la liquidación del régimen. Pero democracia, entonces, era todavía una palabra que producía cierta desconfianza; reforma, en cambio, es aceptada, en principio, incluso por los continuistas. Pero verá variar su contenido, desde la continuidad que veían los partidarios del régimen franquista a la ruptura que vieron los partidos de la llamada oposición democrática, pero siempre bajo el mismo término reforma, más neutro, suave y conciliador.
La moderación y la necesidad democrática llevaron, del mismo modo, a que en estos primeros momentos los distintos grupos políticos tuvieran en la reconciliación, la concordia, la convivencia, la tolerancia o el entendimiento, elementos argumentales de valor positivo, difíciles de despreciar por aquellos más proclives a soluciones extremas. La base de la moderación estaba en no dar argumentos que hicieran cambiar el proceso democrático iniciado y en captar la atención del elector, que rechazaba los extremismos y buscaba una democracia de progreso sin sobresaltos.
Los distintos grupos políticos debieron adaptarse, entonces, a las nuevas circunstancias. La izquierda parlamentaria desprecia, como lo desprecia la nueva sociedad, ese antiguo discurso político de lucha de clases donde antagonizan el capital y el obrero: señores y señoritos, burguesía, jerarquía, proletario, etc., apenas si aparecen durante estos años y, evidentemente, cuando lo hacen, no tienen, ni de lejos, la fuerza y el enconamiento político que alcanzaron en etapas anteriores de nuestra historia.
Será esta misma moderación la que lleve a Felipe González a declarar que el socialismo no puede ser igual al marxismo (El País, 13 de junio de 1978), o su deseo de que en el XXVIII Congreso del PSOE desapareciera la terminología marxista, para llegar a afirmar que no hay diferencia fundamental entre socialismo y socialdemocracia (La Calle, 16 de mayo de 1978).
Del mismo modo, el PCE abandonará paulatinamente el comunismo por un eurocomunismo definido constantemente con vocablos como libertad, pluralismo, sufragio universal…, suavizado con un prefijo de referencia a Europa, etc., con lo que intenta evitar el estigma totalitario que le persigue, al igual que la derecha, afirmándose progresista y reformista, pretende hacer olvidar su pasado franquista.
El centro, definido como la propia moderación, equilibrio entre los extremos, interclasista frente a la lucha de clases, se personifica en Unión de Centro Democrático (UCD), que supo aprovechar este fenómeno sociológico que invadía la sociedad española y que perseguía esa síntesis perfecta que le llevara a una transición pacífica y sin tensiones.
El consenso –palabra talismán en los primeros momentos– propició, en muchos casos, este lenguaje templado y conciliador ante los problemas más graves de la Transición. La Monarquía, entendida por los republicanos como República coronada o Monarquía republicana, es buena prueba de ello, al igual que la constitucionalización de términos como nacionalidad en lugar, y como atenuante, del reivindicado nación o –por el otro lado–, autogobierno, autoidentificación, etc., en vez de autodeterminación. Términos que hoy, alcanzada la normalidad política, resucitan y están en plena efervescencia.
Pero esa moderación, característica de los primeros momentos del cambio, a medida que se asimila la irreversibilidad del proceso democrático y se pierde el miedo a tratar abiertamente los conflictos políticos, básicamente, después de la aprobación de la Constitución, se va deslizando paulatinamente hasta llegar a una normalización política que se manifiesta inmediatamente en la tensión polémica que caracteriza el lenguaje político: un juego de legitimación del grupo propio frente a la deslegitimación absoluta del contrario, un nosotros contra ellos sin misericordia, que puede acercarse al paroxismo en algunos contextos políticos y sociales de la historia de España. El momento de crispación y polarización política actual, es buena prueba de ello.
Así, Leopoldo Calvo-Sotelo declaraba pocos años después en El País:
Hay que entender las intervenciones parlamentarias como son, es decir, intervenciones esencialmente políticas, en las cuales la dialéctica política prevalece sobre lo que debe haber, y hay sin duda en esta sala, que es la búsqueda de la verdad. Todo el mundo sabe que, en los Parlamentos, antes que la verdad se busca la eficacia en el ataque político.
[El País, 10 de febrero de 1988]
Y añadía:
[…] el ámbito de la justicia es, primariamente, y para todos, la verdad, mientras que el ámbito de la política es primariamente, para la oposición, la eficacia en el acoso y derribo al gobierno.
[El País, 24 de febrero de 1988]
Estas palabras de Calvo-Sotelo nos devuelven a la realidad del lenguaje político. La Transición fue un paréntesis, una hermosa excepción en la que, quizá, debería fijarse la política actual para comprobar qué lejos se puede llegar a través del diálogo y el consenso.
Javier de Santiago Guervós
Exposición organizada por el Centro Internacional del Español y el Servicio de Actividades Culturales de la Universidad de Salamanca
Comisario: Javier de Santiago Guervós
Producción y coordinación: Servicio de Actividades Culturales de la Universidad de Salamanca